Por MARÍA ELENA RAMOS
23 DE ABRIL DE 2017 12:31 AM | ACTUALIZADO EL 23 DE ABRIL DE 2017 01:53 AM
Una tradición de levedad

Dice Rosalind Krauss sobre algunas configuraciones abstracto-constructivas de la modernidad: “la fortaleza que ellos construyeron sobre la base de la cuadrícula se ha ido convirtiendo en un ghetto” (1). Pero muchos artistas abstractos podrían contradecir aquel ghetto limitante, al mostrar en sus creaciones la versatilidad del cuadrado, el rectángulo, la línea recta, la curva. Sobre América Latina, Aldo Pelegrini y Roberto Pontual se refirieron a una “geometría sensible”. Y en Venezuela, el país en que nació Elias Crespin, a una sólida tradición de arte abstracto (tanto geométrico-constructivo como informalista) podemos agregar lo que he querido llamar “una familia de los leves”.

Esta familia diacrónica (en el tiempo y las generaciones) que reúne a creadores abstractos como Soto, Gego, Cruz-Diez, Otero, Rubén Núñez, Manuel Mérida entre otros, deja ver que la frágil apariencia de inmaterialidad es ya un modo de consistencia de estructuras artísticas que, siendo sutiles en su condición física, son fuertes por esa peculiaridad que las define: dejando atrás excesos de racionalidad de la cuadrícula, abren la geometría a la luz, al aire que penetra –o mueve– las obras. Se trata de creaciones que han hecho “de lo lábil, frágil e inestable, una de las fuerzas más estables y presenciales”. La retícula, así, puede no ser cárcel sino lugar del que emerge vivazmente un organismo, núcleo de donde surge el esplendor de las formas.

Refiriéndose al dibujo en Venezuela, dice el artista figurativo Jacobo Borges: “Hay como un intento de atrapar lo inaprensible. ¿Qué trató de atrapar Reverón? La luz, algo inasible. ¿Cuál puede ser la línea que nos une? Creo que es el transformar eso inaprensible en nuevas energías (…) estamos hechos de esa materia transparente. (…) Somos la pintura del aire, de la luz” .

Lo vemos en Jesús Soto, quien más que el movimiento cinético produjo la vibración luminosa y expansiva, y lo hizo a partir de líneas rectas y estructura geométrica, como en su Cubo de Nylon –esa obra que deslumbró al joven Crespin en el Museo de Bellas Artes de Caracas–, o en su Penetrable, que desde una rígida cuadrícula metálica en la altura deja caer en cascada líneas de nylon que “tocan” a los espectadores, produciendo una envolvente experiencia fenoménica: vivencia orgánica, placer del cuerpo. Sucede en Cruz-Diez, cuando activa la percepción de colores irradiantes, generando en la visualidad del espectador tonalidades nuevas, no existidas como pigmento.

Generaciones posteriores, manteniendo la ascendencia abstracta (Eugenio Espinoza, Antonieta Sosa, Víctor Lucena, Sigfredo Chacón, entre ellos) flexibilizaron aun más la cuadrícula moderna, y algunos más recientes neo-modernos, como Magdalena Fernández o Elias Crespin, hicieron una “geometría sensible” con el video y la cibernética.

Maurice Merleau-Ponty se refirió al “asedio” de los grandes maestros como algo que ronda a los creadores. Elias Crespin ha estado “asediado” por los maestros de la modernidad, más específicamente por aquella saga o familia diacrónica de los leves en el arte venezolano, y acaso más aun por aquel temple de levedad que está en el aire, la luz, los modos de ser de la gente: una cierta ligereza en el trato con seres, cosas y circunstancias, que la cultura venezolana ha sabido revelar en sus creaciones.

Las esculturas electrocinéticas de Crespin se inscriben en una tradición de obras ambientales que metafóricamente podríamos llamar “casi-sin-materia”, a pesar de que se necesite materia suficiente: recursos plásticos –y robóticos, en su caso– para llegar a “ser” esa levedad. Para “hacerla”. A aquella tradición de tenuidad que le viene de los maestros, y a ese temple idiosincrático respirado en Venezuela, se une su formación en ingeniería de computación, que conlleva otra inmaterialidad: de la tecnología digital que agrega a su obra fluidez y labilidad.

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