Exposiciones

Víctor Lucena inaugura Espacio Monitor

La experiencia estética consiente diversos tipos de aproximaciones a la obra de arte. Se inicia, sin dudas, en el caso de las artes visuales, a partir de la observación, de la primera imagen que se revela ante nosotros y que abordamos con nuestro cúmulo de vivencias personales y referencias, para leer en ella los textos que aguardan por ser descubiertos.

Por lo tanto, si bien inscrita dentro de ciertos parámetros comunes a todo espectador –referencias al tiempo, al lugar, a la cultura en la que fue creada– la experiencia variará según el aporte que cada individuo haga de sí mismo al ir más allá del primer encuentro sensorial con la creación artística.

Víctor Lucena plantea desde la propia concepción de su trabajo, el cuestionamiento de aquello que conforma esa primera etapa de la experiencia estética: la percepción del cómo aparece ante nosotros la obra.

En una frase del artista de 1971, encontramos la matriz desde la que parte toda su investigación: “Si nos encontramos delante de una situación cualquiera, cambiada, es decir, opuesta a las que se nos han hecho creer, dudaremos de nosotros mismos: ¡mas reencontraremos nuestra propia realidad! ¡No es más que acontecimiento puro!”

Cabría preguntarse entonces, ¿cuál es la situación cambiada a la que nos enfrentamos? ¿Qué es aquello que se nos ha hecho creer? Quizás podríamos revisar la etapa primera de observación para tratar de develarlo.

Cuando vemos las obras de Lucena, ¿qué observamos?

Partiendo del primer acercamiento, la consideración más evidente podría ser el describirlas como piezas de grandes dimensiones, que se valen de un lenguaje abstracto con líneas o formas geométricas que se repiten o varían, y que sus superficies, de impecable manufactura, de brillante acero inoxidable o cobre, se alternan con otras de texturas diferentes en contrastante opacidad.

Las estructuras de grandes dimensiones parten en realidad de la escala humana, el codo y la vara, sistema de medida usado ya por los egipcios, revelado en sueños por el ángel a Ezequiel para que construyese el segundo Templo de Salomón, y cuyas proporciones han reemergido a lo largo de la historia en construcciones arquitectónicas desde la antigüedad clásica –el Panteón de Agripa como ejemplo resaltante– hasta la arquitectura modernista, y empleada por Carlos Raúl Villanueva en la proyección del Museo de Bellas Artes de Caracas.

Esta escala busca la proporción perfectísima, es decir una relación de armonía entre sus partes que genera espacios de bienestar y en donde suelen prevalecer las formas circulares, propias de la naturaleza, sobre los ángulos rectos, invención del hombre.

 

 

Una generación de bienestar presente en la propia sala de exposición de Espacio Monitor, en la que tres de sus cuatro esquinas han sido transformadas para establecer esta contraposición de espacio infinito-finito.

La utilización del lenguaje abstracto y las formas geométricas, más que un mero formalismo plástico, se adentra en la necesidad de Lucena de establecer relaciones entre el espectador, la obra y el espacio mismo que se edifica en y alrededor de ellos. Le permite establecer paragones y suscitar preguntas. En algunos casos, a través de la percepción de las dimensiones de las obras en contraposición con el punto de vista del individuo. En otros, la ilusión de estructuras que aparecen ante nuestros ojos como objetos de diferentes tamaños que en realidad comparten la misma área o perímetro. O incluso la utilización de ejes horizontales y verticales que, al ser proyectados axonométricamente, son percibidos como formas totalmente diversas, aun teniendo idénticas proporciones.

En el caso de los ovoides, es la unidad, –la del ovoide mayor y su cinta de Moebius, infinita– cuya área contiene la suma de las dimensiones de los objetos menores que la acompañan y que –en secuencia armónica– se van desplegando para mostrar su mutación, su movimiento, como los aspectos cambiantes de la fase lunar, en caras que contrastan el brillo con la opacidad.

 

 

Este “engaño”, esto que se nos ha hecho creer, opera no sólo a nivel visual, sino en la percepción de lo táctil pues se genera en nosotros la duda en torno a la rigidez o liviandad de los materiales, su ductilidad, por lo que nos enfrentamos a un diálogo constante con una obra que nos sigue haciendo preguntas para las cuales, quizás, no tengamos respuesta inmediata. El cuerpo de trabajo de Víctor Lucena podría ser entendido entonces como una reflexión mayor de aquello que operan cada una de sus piezas en su encuentro con el público: un cuestionamiento sistemático de la relación del ser humano con el espacio y su percepción de él. Un diálogo con elementos finitos, que en sus variables y combinaciones se presentan siempre cambiantes, infinitos, y que necesitan de la participación activa del espectador, de su complicidad, para internarse cada vez más en ese juego del develar. Si ése viaje interior no se suscita, si no se produce ante la obra sino el goce de lo observado, la experiencia estética permanecerá en la mera contemplación placentera, y no en la fruición de lo hallado, del descubrimiento –en palabras de Lucena– de nuestra propia realidad.

Costanza De Rogatis