El creador visual presentó su primera individual en el país, gracias a la galería Espacio Monitor. Se vale de materiales cotidianos y una interesante diversidad de soportes para generar dibujos, esculturas e instalaciones con las que el espectador debe relacionarse íntimamente y que contrarrestan la actualidad vertiginosa

POR: MARÍA ANGELINA CASTILLO | FOTOS JULIO OSORIO

Su obra codifica nuevos mundos. Unos de muy pequeña escala, de música y literatura entre materiales domésticos. Sus nuevos lenguajes hacen una propuesta visual que invita al espectador a transitar lento –por el arte y la vida – en medio de la vertiginosa actualidad. Su nombre es Marco Maggi, nacido en Montevideo a finales de los años cincuenta.

Llegó al país a mediados de mayo para supervisar el montaje de su exposición Piano piano, que se presentó en Espacio Monitor del Centro de Arte Los Galpones, en Los Chorros. Era su primera individual en el país, pero este creador visual tiene rato sonando en importantes museos del mundo: Nueva York, París, Sao Paulo, Madrid, San Francisco, Los Ángeles, Bogotá, Turín, Roma, Londres y Santiago de Chile, entre otros. Sus piezas descansan en importantes colecciones privadas y públicas y fue el único representante de Uruguay en la 56ª Bienal de Venecia 2015. Su trabajo consiste en tomar diversos elementos y crear dibujos, esculturas e instalaciones en las que estructuras lineales sugieren circuitos electrónicos, planos de ciudades inexistentes y ramificaciones genéticas.

Su propuesta abstracta en el país tiene como norte definir otro modo de relacionarse con el arte: lento, cadencioso.

— ¿Por qué le interesa esa condición de lentitud en su trabajo? 

Pienso que nosotros padecemos de dos enfermedades con una consecuencia grave. Son el abuso de esa distancia, uno lo ve en los cafés donde la gente en vez de dialogar con el que tiene al lado lo que hace es mirar la pantalla y comunicarse con otro que resulta mucho más interesante porque no está. Y la velocidad. Yo tengo una actitud reaccionaria con respecto a la tecnología. Adoro las computadoras, las pantallas y su eficiencia, pero creo que ellas cada vez van más rápido mientras que nuestro cerebro tiene la misma capacidad de procesamiento desde hace miles de años.

Tratar de competir con ellas lo que hace es distorsionar. Yo creo que si el siglo XX fueron años de mirar para todos y para siempre, este siglo lo que habría que hacer es acercarse. Esto tanto en el sentido de sacarle el jugo a la inmediatez con lo próximo y con el prójimo. Es una superficie que uno tiene frente a los ojos.


— De allí el concepto de miopía como parte de su obra…

—Exacto. Así se llamaba la exposición que hice en Venecia el año pasado, Miopía global, y que puede leerse como una especie de redundancia con respecto a lo que es el mundo actual, que no se puede ver hacia dónde va, que estamos sin rumbo, sin perspectiva. Y yo quiero decir exactamente lo contrario. Me gustan no sólo los paisajes de alta definición, también los títulos que pueden leerse de varias maneras.

Yo admiro la miopía, el gesto de los miopes, que tienen esa característica de acercarse. La capacidad que tienen de focalizar a corta distancia es maravillosa. Creo que es la forma en la que habríamos de tratarnos entre nosotros. Una sociedad de cercanías.

— ¿De qué manera ha influido Nueva York en sus piezas? 

—No me siento socio ni cómplice de Nueva York; me siento como un observador y un beneficiario de una cantidad de cosas muy positivas, como la capacidad de vivir aislado, a hora y media de Manhattan. Vivo en medio de un bosque y sin embargo puedo comprar por Internet hasta el detalle más mínimo, la superficie más extraña para mis piezas. Siempre digo que en New Paltz, que es donde resido, hay manadas de ciervos y manadas de camiones de Fedex. Aunque por otro lado, y sin duda, no puede haber mejor relación que tener como novia a Manhattan. Uno puede ir a verla, está llena de tentaciones y de información, es como un menú infinito. Puedes luego volver y mirarla de lejos, planear la próxima sesión de cacería. Es, sin duda, una fuente grande de energía.

—Para usted no existen límites en los soportes. ¿Cuáles son las posibilidades que le ofrece esta diversidad? 

—Yo siempre digo que soy un artista superficial. Porque me interesan mucho las superficies más que las profundidades. Ellas dictan lo que yo hago. El instrumento puede ser un lápiz o la cáscara de una manzana, el papel aluminio con el que se envuelven las hamburguesas, una hoja carta o espejos de esquinas. Todos tienen cualidades que no siempre son muy notorias, que uno puede tensar para lograr los resultados

—Al mirar al pasado, ¿han cambiado sus paradigmas de investigación? 

—Mi biografía es un desastre. Yo empecé, como todo el mundo, porque no sabía escribir. Creo que es la razón por la que sigo dibujando. Empecé muy joven hasta que de una manera fortuita un gran poeta español, crítico de La Nación, que vivía en Buenos Aires me invitó a hacer una exposición. Me fue muy bien, estaba apadrinado por una cantidad de personas que entonces no conocía. Eso para mí fue un impacto, porque pasé de jugar fútbol en la vereda a estar en una exhibición. Eso me produjo un bloqueo de 20 años.

Uno bloqueo largo en el que me equivoqué en muchísimas cosas: estudié Derecho, hice periodismo, estuve en una empresa de construcción… hasta que en un determinado momento, no sé por qué, tuve la sensación de que debía volver a mis orígenes. Ya tenía 37 ó 38 años, o sea, hace 15 minutos (risas).

Así comencé un viaje sin ningún tipo de meta, ni de idea a dónde iba. Empecé a relacionarme con artistas que me dieron ciertos lineamientos; después tuve una cantidad de encadenamientos fortuitos y muy favorables e inicié un master en la ciudad donde vivo actualmente.

A partir de allí comencé a exponer en Manhattan y nunca más paré: trabajo 14 horas diarias los 7 días de la semana. Y no solamente fue Nueva York, en Montevideo tuve una vida muy vinculada a las actividades literarias, porque mis padres eran ambos escritores y fue un momento en que en Uruguay había un espectacular movimiento cultural. Todas mis experiencias han sido un molino que me sirvió para refinar lo que quería decir.